Mi instituto se incendió.
La “TRAGEDIA” de perder los contenidos de un trimestre.

El mundo se ha puesto patas arriba. En las últimas semanas, todo ha cambiado, todos hemos cambiado.

Muchos han tenido que dejar de trabajar y adaptarse al cambio.

Muchos han tenido que trabajar mucho más que antes y adaptarse al cambio.

Muchos no pueden estar con las personas que quieren y se han adaptado al cambio.

Muchos han dejado de tener recursos y se están adaptando al cambio.

Lo más terrible, muchos han dejado de vivir… y todos nos tenemos que adaptar al cambio.

La vida es cambio continuo y la aceptación, adaptación y gestión de ese cambio es una de las cosas más importantes que tenemos que aprender como seres humanos.

Es indiscutible que todo ha cambiado en estos momentos, y que esos cambios deben generar reflexión y aprendizajes que nos hagan más adaptativos, flexibles y poderosos.

Son cambios profundos, cambios sustanciales. Me atrevería casi a decir, que esto va a provocar un cambio de era.

Pero ante todo esto, viendo tantos, me sorprende poderosamente que hay algo que no cambia.

 

La educación no cambia.

 

(Bueno, no es cierto del todo, la educación cambia, evoluciona, mejora, reflexiona sobre sí misma y se adapta a la realidad siempre de la mano de muchos maravillosos profesionales que dentro de sus entornos educativos se dejan la piel, las ilusiones y mucho, mucho tiempo por darlo todo a sus alumnos, pero siempre sin el respaldo de la legislación y ni de los máximos responsables).

Pero en medio de toda esta crisis la educación no cambia. Y no me podéis decir que mandar deberes online en vez de hacerlo en persona, es un cambio. Eso no es más que un medio.

Pero para que algo cambie se necesita una intención de adaptación y un análisis de la nueva situación, además de un conocimiento profundo de los agentes implicados, en este caso en el proceso educativo: alumnos con sus emociones a flor de piel viviendo todo esto, maestros zarandeados de una directriz a otra, cuestionados por todos y poniendo, cada uno en su medida, su mejor voluntad pero sin una coordinación adecuada y familias como espacio total de convivencia, aprendizaje, y gestión de la crisis.

 

Cuando tenemos que afrontar algo importante, hay tres pasos fundamentales, muy simples, pero necesarios para poder hacer las cosas con garantía: PARAR, PENSAR, HACER.

Así de simple.

En educación se ha hecho todo al revés.

 

Al día siguiente de suspender las clases había que HACER: retomar la situación, volver a la normalidad (¿normalidad?). Todos los profesores debían mandar trabajo a casa. Rápidamente, sin tiempo para reaccionar, sin prácticamente tiempo para interesarse por cómo estaban cada uno de sus alumnos y sus familias. Podéis leer el post que escribí al respecto el tercer día de confinamiento. Continuar como si nada hubiera pasado (¿cómo si nada hubiera pasado?), no vayan a pensar algunos, que los profes se toman vacaciones (siempre juzgados).

Y así en esa frenética vomitona de mails y mails de deberes de todas las asignaturas hasta las vacaciones de Semana Santa (¿Vacaciones?)

Ahora parece que ha llegado el momento de PARAR. Pero parar en el peor de los sentidos. No hay instrucciones claras, no hay decisiones que permitan a los maestros organizarse, no hay mensajes que permitan a los alumnos  y a las familias tranquilizarse. No hay nada, no hay respuesta….

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SILENCIO

Me gusta imaginar que nuestros representantes están pensando, pero no quiero pecar de ilusa…

 

Y mientras en la sociedad, entre las familias y entre los maestros la sombra de las decisiones que no llegan, los ejemplos de otros países en los que unos quieren mirarse y otros romper. Las propuestas de aprobados para todos, de repetición para todos (¿todos necesitamos sopa?). Las frases lapidarias advirtiendo sobre el peligro de que “los niños se relajen”… (Ah… entiendo que es mucho mejor que estén estresados ¿?)

Creo que ha llegado el momento definitivo de repensar la educación, pero mientras tanto, por favor, al menos un poco de sentido común.

 

Hacer deberes, no es lo mismo que enseñar y enseñar no es lo mismo que educar. Decidamos que es lo prioritario en este momento.

Cuando se decretó el estado de alarma, la segunda evaluación estaba prácticamente terminada y evaluada. Los alumnos han estado dos trimestres trabajando y cada uno ha tenido su rendimiento. Entendamos que ese es su nivel y resultado.

 

 

¿No hubiera sido más lógico haber dado “vacaciones a los alumnos” esas semanas y haber dedicado el tiempo a parar, pensar cuál es la mejor solución y formar a los docentes para llevarla a cabo a partir del tercer trimestre con garantías?

¿No hubiera sido mucho mejor utilizar estas semanas para contactar personalmente con cada familia, entender sus circunstancias y paliar las posibles carencias tecnológicas que ahora condicionan tanto la educación?

¿No hubiera sido mejor darles voz y decisión a los centros y a los docentes para hacer adaptaciones en los temarios, primando todo lo que esta situación nos puede enseñar y relegando contenido que aparece repetido curso tras curso?

¿No hubiera sido el momento de consensuar entre toda la comunidad educativa las medidas necesarias de adaptación y apoyo para los únicos cursos realmente cruciales: 6º de primaria que en muchos casos define el itinerario bilingüe y 2º de Bachillerato con la EVAU?

¿O de verdad alguien pensaba que en dos semanas se iba a volver a las aulas y que el contenido de ese tiempo iba a condicionar el futuro de los alumnos?º

Sí, en el título te lo decía: mi instituto se incendió.

 

Fue cuando estaba en primero de BUP. Sí , soy de esa generación que a pesar de que me siento todavía bastante joven, soy del siglo pasado, de la antigua moneda, del plan de estudios viejo y ahora de la época pre pandemia….

Bueno, pues como os decía mi instituto se incendió. Fue un domingo al principio del segundo trimestre.

Evidentemente las clases se suspendieron, y como os estoy hablando del siglo pasado (¡Ay, mi madre!) a nadie se le ocurrió mandarnos deberes ni trabajos, por medio del cartero, del teléfono o de palomas mensajeras.

No había clase y punto. Y nadie pensó que nos fuéramos a volver tontos por unas semanas sin clase o que nuestro futuro se fuera a pintar de negro.

Unas semanas después, nos habilitaron espacio en otro instituto, pero las clases pasaron a ser en horario de tarde porque era cuando estaba disponible.

Muchos de los alumnos hacíamos otras actividades en ese horario (yo iba al Conservatorio) y tanto el equipo directivo como los profesores, lo entendieron, fueron flexibles al cambio, se preocuparon por cada caso en particular, adaptaron temarios.

Para mí y muchos, fue un trimestre sin casi ir a clase.

En mi vida adulta nunca he echado en falta los contenidos que no aprendí, ni siquiera los recuerdo, porque en los siguientes años de estudios seguro que los recuperé. Pero sí recuerdo que con mis 14 años aprendí independencia, compromiso, a gestionar el cambio, a adaptarme, a unirme más con mis compañeros, a valorar el esfuerzo del director (Domingo) y de mis profesores.

Sería increíble que los docentes pudieran dedicar este tercer trimestre a apoyar más personalizadamente a los que más lo necesitan, a reforzar aquellos conocimientos que se han quedado pendiente, a repasar las materias dadas para empezar el próximo curso con una buena base y a conectar con sus alumnos a nivel emocional ayudándoles a reflexionar y crecer en esta crisis.

Porque a las ciencias, la historia, las mates y la lengua… seguro que volveremos muy pronto. Y entonces sí que serán verdaderamente importantes.

Cada cosa en su momento.

A los niños no les va a cambiar su futuro si están tres meses sin avanzar contenidos. Si que les va a cambiar si generan miedos, estrés, si no se les ayuda a gestionar sus emociones y no se les tiene en cuenta.

 

Por favor autoridades: Respeto por los alumnos, por los profesores y por las familias. Que se trata de que de esta crisis salgamos más sabios, no más estresados y enfrentados.